Mostrando entradas con la etiqueta barcelona. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta barcelona. Mostrar todas las entradas

10 de junio de 2016

Un perro, de Alejandro Palomas

El mismo día de la final de la Champions, el 28 de mayo, era también el primer sábado de la Feria del Libro de Madrid. Como os podéis imaginar, evento de tal magnitud (el fútbol, claro) y una tarde difícil de primavera, me permitieron pasear tranquilamente y sin agobios por El Retiro.

Y en esas iba cuando vi que ¡Alejandro Palomas! estaba firmando libros en la Feria. Había leído ya dos libros suyos que he reseñado en este blog: Una madre, mi libro favorito de 2015; y Un hijo. No me faltaban ganas de hincarle el diente a Un perro, su último libro, que salió a principios de este año y que está protagonizado por Amalia, la madre de Una madre. Así que me acerqué y me llevé el libro que me tenía pendiente y sumé otro pendiente más a mi lista. Ahora os cuento por qué.

Hablando con el autor, le comenté lo mucho que había disfrutado con Una madre y le hice unas cuantas observaciones sobre el libro. Desde que lo leí me decía a mí misma que muchas de las cosas que quedaron escritas en ese libro era necesario haberlas vivido para poder escribirlas de esa manera. Lo sé porque me sentí identificada en un par de pasajes y  pensé: “esto si no lo vives, no lo cuentas así, lo cuentas de otra manera, pero no con un sentimiento tan profundo”.

El caso es que Alejando Palomas me comentó que si me había gustado tanto Una madre que sí, que leyera Un perro, pero que, sobre todo, leyera El tiempo que nos une. Y así fue cómo salí de la Feria del Libro de Madrid de este año, borrando un pendiente y añadiendo otro, jeje.

En cuanto llegué a casa empecé a leer Un perro, que es el protagonista de hoy. De nuevo ahí estaban las dos Amalias, la más loca y la más cuerda. La más loca porque, a pesar de su edad, ella sigue teniendo ideas disparatadas que la llevan a situaciones desternillantes. Pero, sobre todo, me quedo ensimismada con la Amalia más cuerda, la que sale siempre cuando le tocan a alguno de sus hijos.

En esta ocasión, Amalia, Fer, Silvia y Emma esperan en la terraza de un bar una llamada súper importante para Fer. Su amigo R es el hilo de toda la novela y, gracias al cual, se van desatando, entre REV y FWD, episodios de la vida de todos y cada uno de los miembros de esta familia en las que inevitablemente surgen roces, alegrías, tristezas y un sinfín de situaciones emociones.

He de decir que me sigo quedando con Una madre aunque, probablemente, aquellos que compartáis la vida con algún animal podáis ver en esta novela mucho más allá de lo que yo he llegado. Tengo ganas ya de hacerme con El tiempo que nos une y volverme a encontrar con ese festival de sentimientos que Alejandro Palomas nos regala cada vez que abrimos una obra suya. Seguro que en breve os lo cuento.

“La soledad es quizá el momento más ruidoso del día; callan los de fuera, vuelven los de dentro”.

1 de septiembre de 2014

Nada, de Carmen Laforet

Es raro tener la sensación de que un libro que decides releer después de muchos años y del que conservas vagos recuerdos del argumento te volverá a gustar. Esto me pasó con Nada, de Carmen Laforet, y, con esta predisposición, comencé a leer.

Yo ya conocía muchos relatos de la posguerra de boca de mi abuela, nacida en pleno 36, aunque la principal diferencia es que los suyos se sitúan en un pueblo de la provincia de Toledo, en el seno de una familia muy humilde y, en cambio, Andrea, la protagonista de Nada, y su familia viven en la imponente Barcelona a las sombras de una vida burguesa que les arrebató la guerra.

A pesar de que la mismísima Laforet dijo en algún momento que Andrea se va del relato “sin nada en las manos. Sin encontrar nada…”, creo que ni ella ni nosotros llegamos a la última página del libro sin nada. Otra cosa distinta es que nos vayamos con algo necesariamente de importe positivo. ¿O es que acaso los número situados a la izquierda del cero no tienen valor?

La nada de Andrea es matemática pura, una operación cuya solución pasa por restar las ilusiones de su nueva vida en Barcelona a la realidad de los pedazos de una familia castigada por la posguerra civil española. El resultado es de signo negativo.

Hace poco leí, coincidiendo con la conmemoración del nacimiento de Julio Cortázar, un artículo en el que se aludía a la cita introductoria que Cortázar incluyó en las primeras páginas de Los Premios. Es una frase de Dostoievski que dice: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”.

Es cierto que hay mucho escrito sobre la Guerra Civil y la posguerra, pero lo que hace particular a esta novela de Laforet, como a La Colmena, de Camilo José Cela, es el punto de vista desde el que se cuenta la historia: es la gente vulgar, son los protagonistas en silencio los que toman la voz. Y, ¿cómo vuelve Carmen Laforet interesantes a estos personajes?

Creo que la fuerza del relato está en que Laforet los expone tanto, los presenta tan vulnerables que resulta prácticamente imposible no empatizar con ellos, no sentir lo que ellos sienten. ¿O es que acaso no os han rugido las tripas de hambre con Andrea? ¿O no os han dolido los morados de Gloria? ¿O no habéis sido capaces de sentir la pena de la abuelita o la frustración de Juan?

Sin duda, la forma de narrar de Laforet engancha. Cuando leo un libro tengo miedo de olvidarme de esas frases que, ya sea por lo que significan o por las palabras que usan, merece la pena almacenar en la memoria. Y, por eso, en esta ocasión, he llenado mi ebook de marcadores. Por ejemplo:

Capítulo 9: “Como una bandada de cuervos posados en las ramas del árbol ahorcado, así las amigas de Angustias estaban sentadas, vestidas de negro, en su cuarto aquellos días”.

Capítulo 20: “Si, impelida por mis sentimientos, la estrechaba entre mis brazos, tropezaba con un cuerpecillo duro y frío como hecho de alambre, dentro del cual latía un corazón asombrosamente vivo…”.

Capítulo 23: “No sé cuántas horas estuve sin dormir, con los ojos abiertos y resecos recogiendo todos los dolores que pululaban, vivos como gusanos, en las entrañas de la casa”.
Desde luego, Nada no es un libro con muchas cosas positivas que recoger. Si tuviera que ponerle un color a la novela, le adjudicaría el gris: la casa es gris, los personajes son grises y sus sentimientos, también. Todos, sin excepción, sobreviven por encima de los suyos por un presente que ahoga, un futuro incierto y un pasado repleto de sombras.

Me imagino el piso de la calle de Aribau. Grande, muy grande, enorme. Pero también desolado, viejo, sucio y, de nuevo, gris. Apena entra luz  por las ventanas y el ambiente, como el mismísimo libro en sus últimas páginas, se convierte pesado, va de más a menos, justo como las esperanzas de Andrea.

No obstante, en esa operación matemática que hicimos al principio, hay algunos elementos en esta novela que suman y que dan cierto respiro a la protagonista: la vida universitaria y sus amistades representan la supervivencia emocional y el contrapunto a la sórdida existencia de la calle de Aribau.

Cada libro depende mucho, demasiado quizá, del momento en que cae en tus manos y decides leerlo. Yo empecé leyendo Nada, como os he dicho, convencida de que volvería a emocionarme. Y así fue. Lo leí rápido, me enganchó, me emocionó, viví con esa familia de la casa de la calle de Aribau. Pero, ahora que lo he terminado, siento que no me he mezclado tanto con la historia como la otra vez. Y es ahora cuando recuerdo cuándo lo leí. Seguramente rondaba la edad de Andrea y ya se sabe que con 18 las cosas se viven de otra manera.